En la Última Fila

por Isabel Puyol Sánchez del Águila


 

Soy consciente de que hay historias que escapan a nuestro entendimiento, pero que igualmente precisan recordarse y contarse, porque siempre habrá alguien que nos entienda. A todas esas personas que están dispuestas a escuchar una experiencia insólita, les dedico el presente relato.

 

Fue un otoño muy frío de hace ya bastantes años, cuando decidí buscar un trabajo que complementara el que tenía. Yo trabajaba por aquel entonces en un colegio, pero el sueldo era escaso, así que busqué alguna hora extra. Al principio pensé en las clases particulares como una buena opción, pero me surgió algo mejor pagado. Se trataba de una academia que preparaba el acceso a la Universidad en horario nocturno. Saldría todos los días a las diez y media de la noche, pero estaba en el centro de Madrid, en una zona muy bien comunicada y concurrida, de modo que acepté.

 

El día en el que acudí a la entrevista estuve a punto de marcharme, incluso sin llegar a subir la escalera, pero fue como si una fuerza superior me obligara a subirla, y lo hice. Era un edificio antiguo, del siglo XVIII, que en su época debió de tratarse de una mansión. Había sufrido todo tipo de remodelaciones a través de los siglos, pero a juzgar por su aspecto, no se había tocado en los últimos ochenta o cien años. La entrada era espectacular, o más bien debió de serlo, porque era enorme. Justo a la derecha, en la misma fachada, pegada había lo que debió de ser la entrada para carruajes, aunque ya convertida en una tienda religiosa. Vendían todo tipo de artículos religiosos y estaba regentada por unas monjas. La escalera era de madera, pero tan desgastada que te obligaba a inclinarte hacia un lado cuando la subías. Previamente, antes de subir, había que pasar por la portería, o lo que debió de serlo. Daba la impresión de que allí todo el mundo había muerto, ni siquiera había ruidos, estando como estábamos en pleno centro de la ciudad.

 

Según supe posteriormente, todo el edificio pertenecía a un marqués, o descendiente de un marqués. Había sido propiedad de la misma familia desde su construcción. Todos los pisos eran alquilados, incluído el de la academia, que más que un piso era una planta completa, la primera, que era también la más oscura.

 

La plantilla que trabajaba allí era de una edad muy avanzada, algunos incluso con edad de estar ya jubilados. Yo fui muy bien recibida, ya que era la única persona joven que pisaba aquellas maderas crujientes, después de mucho tiempo. De todos los profesores había uno, don Teófilo, cuya conversación me agradaba especialmente. A pesar de su edad, tenía la mente ágil y un sentido del humor agudo. Entre clase y clase, solíamos charlar en la sala de profesores. Siempre tenía alguna anécdota que contarme y conseguía hacerme reír.

 

Mi horario era de siete y media a diez y media de la noche. Tenía a tres grupos de alumnos de edades muy diferentes, pero en general mayores de veinte o veinticinco años. A esas horas el centro estaba bastante vacío, pero siempre había algo de movimiento por los pasillos. El problema era la última hora, que me quedaba sola con un grupo muy reducido de alumnos. Yo era quien tenía que cerrar la puerta al marcharme, y aquello me inquietaba por bastantes razones. La primera era mi propia seguridad, y la segunda la responsabilidad de no cerrar bien o, lo peor de todo, dejar a alguien encerrado, ya que no me podía detener a mirar rincón por rincón. La hora de la salida ya me resultaba tarde para perder tiempo, y tengo que admitir que me daba miedo quedarme sola en aquel lugar tan tétrico. Había dos miedos que se me juntaban, uno era el real, me refiero a que alguien de la calle pudiera sorprenderme allí sola o casi sola y atracarme. Pero el peor miedo era el inexplicable, el pánico a esa oscuridad y a la atmósfera que se respiraba allí.

 

Fue uno de esos días en los que prácticamente estaba yo sola a última hora, porque no había más de cinco alumnos en el aula, cuando me ocurrió algo extraño. Al finalizar la clase los alumnos salieron rápidamente para marcharse lo antes posible a casa, y yo tuve que detenerme unos minutos para borrar la pizarra y recoger mis cosas. En el momento en el que me dirigía a la puerta me pareció ver algo inquietante. Me sentí observada, volví la miada rápidamente hacia la puerta donde me parecía que había alguien y de repente comprobé que no estaba sola. Esa persona que me observaba sacó la cabeza para verme bien, con expresión de susto, yo diría que de terror, echó a correr pasando rápidamente por delante de mí. Yo me quedé paralizada al principio, pero pronto eché a correr hacia la puerta, por sentirme amenazada. Era obvio que alguien había entrado a robar y había reaccionada así al verse sorprendido. Se trataba de una joven de unos dieciséis o diecisiete años, algo más baja que yo y muy delgada, y parecía no esperar verme por allí. Al salir por la puerta me llené de dudas, era mi obligación cerrar con llave, pero ¿y si la dejaba encerrada allí?, probablemente se trataba de una alumna, de modo que no podía cerrar. No sabía qué hacer, porque allí no había a quién recurrir. Por otra parte, llamar a la Policía me parecía excesivo, porque yo no la había visto robar ni hacer nada. Finalmente, con una voz temblorosa, desde la puerta y con la llave en la mano, comencé a dar voces; "¿Hay alguien allí?, voy a cerrar, es mejor que salgas..." Lo repetí varias veces, aunque cada vez más asustada al ver que no había respuesta. Finalmente, pensando solo en mí, me decidí a cerrar la puerta con llave.

 

Aquella noche no pude dormir dándole vueltas al incidente. Me preguntaba qué se encontrarían al llegar allí por la mañana y, lo que más me preocupaba, qué me podrían decir en caso de encontrar allí a una alumna enferma o algo así. Quizás era alguien que necesitaba ayuda, y yo había huido.

 

Al día siguiente me dirigí a la academia a la salida del colegio, como todos los días, pero muy nerviosa. Me imaginaba todo tipo de situaciones y de reproches, con lo que trataba de buscar explicaciones y llevarlas preparadas. Pero nada más subir las escaleras pude observar que todo estaba en calma, y silencioso. No parecía que hubiera ocurrido nada allí, aunque eso era precisamente lo inquietante. Al no encontrar explicación lógica a todo aquello decidí simplemente no pensar en ello y seguir con mi rutina. A última hora me dirigí a mi aula, la de las nueve y media. Estaba toda la planta ya vacía, como siempre. Solo estábamos nosotros, que éramos muy pocos, y allí no se escuchaba nada. Recorrí aquel pasillo oscuro de maderas crujientes, que tanto me asustaba, mirando a un lado y a otro por si volvía a ver a aquella joven. Pero allí no había nadie, solo mis alumnos en el aula del fondo del pasillo. La clase transcurrió como siempre, pero yo estaba en cierto modo ausente, creo que con miedo a volver a ver algo extraño a la hora de la salida. A mitad de la clase, más o menos, me volví a escribir algo en la pizarra, y cuando me di la vuelta, no me lo podía creer, no podía ser cierto lo que estaba viendo. En la última fila, sentada y mirándome a los ojos, esta vez manteniendo la mirada como petrificada, estaba esa joven. En esta ocasión era yo la que deseaba huir, pero me quedé quieta y callada. Nunca antes había reparado en aquella alumna, no la había visto nunca, pero allí estaba. Después de unos instantes decidí continuar con la clase, como si no la viera, como si nada hubiera pasado. Continué escribiendo en la pizarra, y cuando me volví ya había desaparecido. Otra vez la misma situación desconcertante.

 

-¿Quién era?- les pregunté a los alumnos.

 

Mi pregunta no obtuvo ninguna respuesta. Nadie parecía haber visto nada ni a nadie. Temí estarme volviendo loca, no podía ser yo la única que la había visto. Bien pensado, era normal que no la hubiesen visto, ya que estaba en la última fila, pero tendrían que haberla visto salir. Después de insistir un par de veces, decidí ignorar lo que había pasado y seguir con la clase. A la salida procuré correr para no quedarme sola, aunque era yo la que cerraba la puerta. Salí rápidamente hacia el metro y, una vez dentro del vagón, ya sentada, busqué en la fichas de alumnos a ver si la localizaba. ¿Quién era la joven de la última fila? Pero el esfuerzo fue en vano. No estaba por ninguna parte. No había ninguna chica con su piel pálida y pelo negro lacio. Tampoco ayudaba a darle un aspecto saludable las ropas desaliñadas que llevaba. En las dos ocasiones iba vestida igual, de blanco y con aspecto de un cierto abandono. Más bien parecía un camisón viejo lo que llevaba, pero con un extraño escudo bordado en el pecho. Transmitía una enorme tristeza, incluso desesperación.

 

Aquel incidente, aunque menor por no haber tenido consecuencias, me hacía plantearme el seguir trabajando en aquel lugar. Pero la necesidad del sueldo me obligaba a seguir compaginando ambos trabajos, por lo menos durante una temporada.

 

Al día siguiente de mi segundo “encuentro” o alucinación, otra experiencia extraordinaria me aguardaba. Al llegar mi ya temida última hora de clase, noté un enorme silencio en toda la planta, mucho más evidente que cualquier otro día. Me dirigía hacia el aula por el largísimo y oscuro pasillo, cuando de repente la vi a ella, al fondo, como esperándome. Solas ella y yo. Esta vez, igual que la anterior, me sostenía la mirada, pero su expresión había cambiado, parecía más relajada, incluso contenta de verme. Tras ella, una luz blanca intensa, aunque no cegadora, la iba envolviendo como si de una repentina niebla se tratara. De repente, en un gesto que no supe interpretar, me extendió los brazos mientras me miraba fijamente. Yo, horrorizada y atónita me eché hacia atrás tratando de apartarme de ella. Esta vez ni siquiera me quedé a dar la clase ni a cerrar la puerta, sólo corría hacia mi casa sin querer saber nada de lo que allí había ocurrido. Por algún motivo supe que estaba en peligro.

 

Consciente de haber abandonado el puesto de trabajo y de haber dejado la puerta abierta, volví al día siguiente a la academia. Esta vez para devolver las llaves y dar algún tipo de explicación. Lo único que me resultó extraño fue que durante el día no recibí ninguna llamada del director ni de nadie. Aún así, estaba nerviosa, sin saber en ese momento que una sorpresa mayor me aguardaba.

 

Nada más pasar por la puerta noté una sensación diferente. Los compañeros eran especialmente amables conmigo. No entendía nada, pero tendría que explicar lo que me había ocurrido el día anterior, o mejor dicho, los días anteriores. Antes de dirigirme al director preferí hablar con don Teófilo, por ser el profesor de más antigüedad en el centro y con quien yo tenía mejor sintonía.

 

Nos sentamos los dos en la sala, que a esas horas estaba vacía, y nadie nos molestaría. Él me escuchaba atentamente, conforme le iba detallando toda mi experiencia, la expresión de su rostro iba mostrando mayor incredulidad y sorpresa.

 

-¿Quién podría ser esa joven?, ¿qué me ha ocurrido aquí durante estos días?- le pregunté angustiada.

 

-No te ha ocurrido nada ni has visto a nadie- me contestó don Teófilo de una forma enigmática, y con una cierta tristeza.

 

-¿A qué se refiere?

 

-A que tú no has estado aquí en estos últimos días. Verás, me resulta difícil hablarte de esto, porque veo que estás aún confusa. Tú has estado en el hospital entre la vida y la muerte. Tuviste una neumonía y tu estado se agravó de un día para otro.

 

-¿Qué explicación tiene todo esto?- le pregunté, quedándome casi sin aliento al enterarme de la noticia. Era obvio que aún estaba en estado de shock.

 

-Simplemente has tenido alucinaciones, algo típico en el estado en el que estabas. No hay que darle más vueltas. No has visto ningún fantasma. Puede que aún necesites algún día más de descanso.

 

Quizás don Teófilo tenía razón y simplemente tenía que descansar más y olvidarme de las alucinaciones y pesadillas. Bastante impactante me había resultado ya el enterarme de la gravedad de la enfermedad por la que acababa de pasar. Todo había ocurrido demasiado rápido, por lo menos era la forma que tenía yo de percibirlo.

 

Pocos días después de mi conversación con don Teófilo me ocurrió algo que me volvió a desconcertar y a generar todo tipo de dudas. Fue una tarde que, muy al contrario que todas las demás, iba con tiempo de sobra para pasear un rato antes de entrar en clase. Yo solía reparar en la belleza de la fachada de la iglesia que estaba frente al edificio de la academia, pero nunca había entrado en ella. Pensé que ya era hora de conocerla por dentro y comprobar si era tan espectacular como la imaginaba. Era una preciosa iglesia barroca, muy bien cuidada, y en aquel momento bastante vacía. Fui recorriendo todos sus rincones, hasta que de repente, no me podía creer lo que estaba viendo. Allí me quedé clavada como una estatua, delante de una tumba. Justo sobre ella había un escudo. Se trataba del mismo escudo que llevaba la joven de mis visiones. Yo nunca antes había visto ese escudo ni había entrado en aquella iglesia. Una de las monjas que había allí me explicó que era la tumba de un marqués que había sido un gran benefactor de la iglesia. En agradecimiento había sido enterrado allí. Aquello no me parecía que encajara en la teoría de la alucinación o pesadilla. Una vez que recuperé el aliento, salí corriendo de allí para hablar lo antes posible con don Teófilo, que ya había llegado a la sala de profesores cuando llegué yo.

 

-¿Por qué aparecía ese escudo en el camisón de la joven de mi alucinación o pesadilla?, no tiene una explicación racional – le pregunté llena de incertidumbre y angustia.

 

Don Teófilo se quedó pensativo durante un rato antes de contestarme. Finalmente, con una mirada que me inquietaba me explicó algo que era la primera vez que lo escuchaba.

 

-Me temo que has tenido un encuentro en el límite, en esa barrera que separa la vida de la muerte. A veces ocurre que dos personas que están pasando por el mismo trance se pueden comunicar. En este caso la comunicación te ha llevado siglos atrás. En ese lugar no existe ni el tiempo ni el espacio. Puedes contactar con alguien del pasado o del futuro, quién sabe...

 

-¿Quién podía ser esa joven tan desamparada?

 

-Por lo que me cuentas del aspecto y el escudo, se trata de la desafortunada esposa del marqués, de un antepasado del actual – me contestó don Teófilo.

 

-¿Qué le pasó?

 

-Fue en el siglo XIX, durante una terrible epidemia de Cólera. El marqués se había casado con una mujer muy joven y guapa. Ella compareciéndose del sufrimiento de los afectados comenzó a acudir a un hospital de la ciudad para ayudar a los enfermos. La pobre tuvo la mala fortuna de contraer la enfermedad, sin saber en aquel momento que estaba embarazada. El marqués cuando se enteró se enfureció de tal manera que se marchó a sus tierras, y la dejó en el palacio. Murió sola. Tuvo que ser terrible para ella.

 

En aquel momento comprendí muchas cosas, por ejemplo, la actitud de la joven al verme por primera vez. Yo fui su visión en el umbral de la muerte, por eso se asustó. La segunda vez me miraba fijamente, comprendiendo su situación. Al final, cuando se dejó devorar por aquella luz me extendió los brazos para que la acompañara si ese era mi deseo, quizás porque se sentía bien allí.

 

Entristecida, a pesar del paso del tiempo, por la historia de la joven marquesa, volví a entrar en la iglesia a echar un vistazo a la tumba de aquel marqués cruel. Pude observar algo que antes no había visto, y era otra inscripción al lado del nombre del marqués. Yo le pregunté a la misma monja con la que había hablado la otra vez.

 

-Ah, sí. Se refiere usted al otro nombre que aparece a su lado. Fue el deseo del marqués al morir, ya anciano. Pidió que trasladasen los restos de su primera esposa a la iglesia, quiso compartir la tumba con ella. Es algo extraño, porque él se había vuelto a casar...- me dijo mientras continuaba colocando flores por todas partes.

 

A pesar de lo traumático de la experiencia me alegraba el hecho de haber proporcionado compañía a aquella joven en el trance más difícil de su vida. Era un consuelo pensar que no había estado sola, como lo era el hecho de que el marqués rectificara. Había sido tarde, sí, pero también una forma de reconocer su error siglo tras siglo y ante los ojos de todos. 

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La Dama Imperfecta

por Isabel Puyol Sánchez del Águila


 

-¿Qué carta es esa?

 

-Es de mi abuela de Zaragoza, Tina. La encontré en un baúl lleno de trastos y viejas fotografías- me contestó Cristina mientras extendía la carta para mostrármela.

 

“Era el año 1916,cuando yo solo tenía dieciséis años. Mi padrastro había decidido casarme con un señor de Zaragoza mucho mayor que yo. Nada sabía de él, excepto que se llamaba Edgardo y poseía muchas tierras. Una fría mañana del mes de abril, mi padrastro me montó en un coche de caballos y le pidió al cochero que me llevara a mi destino. Tan solo llevaba una pequeña maleta y mucho miedo. La boda se celebraría una semana después de llegar al que sería mi nuevo hogar. A mi llegada solo me recibió el personal de servicio, pero ni rastro de mi futuro marido o su familia. Yo miraba a todos lados con incredulidad y desconcierto. Era la casa más grande que jamás había visto. Adela, el ama de llaves, me mostró mi habitación y me entregó algo de ropa para la cena. Cuando bajé al comedor me presentaron a una anciana en silla de ruedas que había perdido el habla. Se trataba de mi futura suegra. Después de un rato sin saber qué decir o hacer, apareció por la puerta él, Edgardo. Tengo que admitir que era mucho más apuesto de lo que me había imaginado y sus modales eran muy correctos, pero me imponía. No me imaginaba siendo su mujer, aunque en unos días lo sería. Después de una cena en la que apenas hubo conversación, subí a mi habitación y cerré bien la puerta. Me senté en la cama, incapaz de dormir, tratando de asimilar que lo había perdido todo y que aquel sería el único hogar que yo iba a conocer en lo que me quedaba de vida. En medio de mi soledad y desesperación, algo insólito me ocurrió. Un ruido sonó en la ventana, no sabía qué podía ser, así que me acerqué y aparté el visillo. Era un pájaro de colores que daba con el pico en mi ventana, como tratando de entrar. Aquello era inexplicable, ya que era de noche y no se trataba de un ave nocturna. Tampoco era ese el tipo de pájaro que se pudiera ver por la zona. Pero si extraña fue su aparición, más aún lo fue su desaparición. Fue como si se hubiese desintegrado, en cuestión de segundos ya no estaba, y yo no lo había visto volar.

 

A la mañana siguiente salí a dar una vuelta y familiarizarme con el entorno. En el campo me sentía menos sola. El paisaje era precioso y estaba lleno de paz. De repente me encontré con un torreón medieval. Me quedé mirándolo, extasiada, tratando de imaginarme las historias que podía haber albergado, como suelo hacer con todos los lugares. Comencé a bordearlo hasta que vi un ventanuco que apenas dejaba pasar la luz del sol. Cuando más concentrada estaba mirándolo, de repente, el mismo pájaro que la noche anterior había aparecido en mi ventana, salió volando y vino hacia donde estaba yo. Se posó en una rama junto a mí y de nuevo volvió a desaparecer de una forma inexplicable.

 

De vuelta a la casa, era un poco antes del mediodía, Adela me preguntó por mi paseo. Me escuchaba mientras daba órdenes a diestro y siniestro a las doncellas para que todo estuviera a punto a la hora de comer. No le conté la historia del pájaro, porque la consideraba solo mía, pero sí le hablé del torreón. Ella me contó una historia triste, una leyenda que hablaba de una joven morisca de la Edad Media. Se contaba que al ser amante de un noble aragonés en una época de intolerancia, la mantenía oculta en el torreón. Ella puso fin a su vida tirándose por la ventana y que la gente aseguraba haber visto el espectro de una morisca paseando por la zona. En aquel momento pude entender su soledad y desesperación, aunque nos separasen tantos siglos.

 

Pero si extraña fue la primera noche, mucho peor fue la segunda. De nuevo en mi habitación, tratando de conciliar el sueño, un golpe seco me hizo incorporarme bruscamente. Alguien llamaba a la puerta. Otro golpe fuerte y que transmitía hostilidad, sonó en la puerta. Tímidamente, con la voz temblorosa, pregunté quién era, sin atreverme a acercarme del todo. Pero no hubo respuesta. Miré por debajo de la puerta, y había una sombra. De nuevo, como había ocurrido con el pájaro, desapareció de repente, sin que yo la hubiera visto moverse. A la mañana siguiente pensé que era mejor no decir nada. Salí de nuevo al campo a dar una vuelta, creo que deseaba volver a tener un encuentro con aquel pájaro, no sé por qué. Pero no hubo ni rastro de él. Yo seguía sola en aquella casa y temiendo la noche, y tenía motivos. Fue aquella tercera noche cuando ocurrió lo peor. Cerré bien la puerta de mi habitación, incluso puse una silla delante para dificultar que alguien pudiera entrar. Cuando estaba asegurándome bien que nadie fuera a molestarme, un estruendo me hizo caer hacia atrás contra la pared. Era una piedra, lanzada desde fuera. Había roto los cristales de la ventana en mil pedazos. Empecé a temblar y a llorar con desesperación y terror. Lo peor fue cuando fui a santiguarme. De repente vi mi brazo, y puedo asegurar que no era mío, era el de un hombre. Estaba ante un fenómeno extrañísimo y tremendamente hostil. Salí corriendo escaleras abajo hasta llegar a la cocina, donde estaba Berta, la cocinera mayor. Había dos cocineras; ella, que llevaba con la familia toda su vida, y la joven, que acababa de incorporarse. Recuerdo la frase escueta de Berta: “¿Ya se ha encontrado con él?”, me dijo, como sabiendo lo que me había ocurrido. Yo le pregunté que de quién hablaba, y ella me dijo que era el señor, que se negaba a abandonar la casa. Yo pensaba que el señor era Edgardo, así que le pregunté a qué señor se refería. Ella me contestó que al antiguo señor, Norberto, el hermano mayor de mi futuro marido, que murió prematuramente. No quiso darme muchas más explicaciones, así que recurrí a Adela. Ella, con más interés por ayudarme, me habló de una médium famosa de la comarca. Se ponía en contacto con los muertos a través de un tablero que empezaba a ponerse de moda por aquel entonces, la ouija. A mi la idea me asustaba, pero me parecía necesario hacer algo, así que ella lo dispuso todo.

 

Recuerdo como si fuera ayer el día de la sesión. Estábamos reunidas Adela, Berta, la cocinera joven, la médium y yo. Después de constatar que había una presencia allí, y de notar todas una brusca bajada de temperatura, la médium le hacía una serie de preguntas. Yo me limitaba, como las demás a poner la mano en la tablilla. Después de asegurarnos que se llamaba Norberto, le preguntó cómo había muerto, la contestación me dejó sin habla: “Me mataron”, y cuando le preguntaron quién, contestó: “Edgardo”. Yo en ese momento, presa de pánico, salí corriendo de la sala sin saber muy bien a dónde ir. Allí estaba yo sola, a punto de casarme con un asesino, y amenazada por algo o alguien de otro mundo.

 

Aquella misma noche, después de cenar, cuando iba a dormir, al pasar por delante de una habitación en la que antes no había reparado escuché un sollozo, y un gemido angustioso. Traté de abrir, pero la puerta estaba totalmente cerrada. De repente, me volví hacia mi izquierda y vi a Adela mirándome, inmóvil como una estatua. Simplemente me dijo: “En esa habitación murió el hermano del señor”. Sintiendo temor por saber la verdad, le pregunté qué le había pasado, y ella me lo contó.

 

Norberto era un joven alegre y lleno de vitalidad, que le gustaba mucho montar a caballo. Una mañana salió, como cada día, a galopar por los campos, con la mala fortuna de que el disparo de un cazador asustó a su caballo. Él cayó al suelo sobre una roca, dándose un terrible golpe que le provocó una peritonitis. Al principio pensaron que los dolores que tenía se le pasarían, pero cada vez estaba peor. Edgardo cogió su caballo y se dispuso a traer un médico. Pero una fuerte nevada, como no había habido otra igual por la zona, le hizo permanecer aislado durante casi dos días en medio del campo. Cuando pudo llegar, Norberto ya había muerto. Dicen que él siempre sintió desconfianza hacia su hermano, y que en los momentos finales pensó que Edgardo le había abandonado a su suerte. La madre, que siempre tuvo una salud delicada, perdió el habla a raíz de la tragedia. Berta lo adoraba, era como un hijo para ella, por eso se resistía a dejar de referirse a él como “el señor”, porque pensaba que a él le hubiera gustado.

 

Yo misma le propuse a Adela que volviera la médium para hacer una nueva sesión y explicarle a Norberto lo que en realidad había pasado. A ella le pareció bien y así lo dispuso. Aquella misma semana tuvo lugar nuestra sesión. Volvió a pasar lo mismo. La contestación del tablero era todo el rato la misma: “Él me mató”. Lo repetía continuamente. Finalmente, la mesa comenzó a moverse bruscamente, como si alguien la estuviera agitando para tirar el tablero, incluso para dañarnos a nosotras. Algunos muebles se desplazaron de un lado a otro de la habitación, como si fueran plumas. De repente, todo se paró, todo quedó en paz, y un fuerte y agradable olor a rosas impregnaba toda la habitación. En ese momento Berta comenzó a sollozar: “Eran sus flores favoritas. Siempre me traía una cuando iba a jugar al jardín”. “Era un niño precioso, precioso...”. Adela se levantó de la silla y fue a abrazar y consolar a Berta. Yo tuve la sensación de que ya no tendría que preocuparme más, aunque la historia me parecía tremendamente triste.

 

Dos días antes de mi boda fui a pasear al campo y, como de costumbre me fui al torreón. Dando la vuelta alrededor de él, me topé con un anciano que fumaba en pipa. Estaba sentado en una roca y también miraba hacia la edificación, extasiado como yo. Se trataba de un viejo profesor que también solía pasear por allí, pero nunca antes lo había visto. Fue él quien comenzó a hablarme de la leyenda, pero su versión era aún más terrible que la de la morisca cautiva. Según él, cuenta la leyenda que un noble aragonés pensaba casar a su hija con un anciano de unas tierras lejanas. La joven, por rebeldía decidió desfigurar su rostro para evitar la boda. El padre por vergüenza o por castigo le obligó a llevar la cara tapada, como si fuera una morisca, y la encerró en el torreón, donde finalmente ella se quitó la vida saltando por la ventana. Hay quien asegura haber visto su espectro paseando por la zona, y lleva el rostro tapado. Pero quién sabe lo que de verdad pasó.

 

Todo esto ocurrió hace ya demasiados años, pero ahora, al final de mi vida, siento mucho las ausencias, y a veces me desvelo. He recordado la historia porque hace un par de días, de madrugada, algo me pasó. La madrugada es quizás la peor hora del día cuando echas de menos a los que ya no están a tu lado y te sientes solo. Estaba yo en la cama cuando un ruido extraño me despertó. Me acerqué a la ventana, y un bellísimo pájaro de colores golpeaba con su pico el cristal, como queriendo entrar. Y es que a lo mejor no estamos tan solos...

 

P.D. Edgardo fue el mejor compañero que una mujer puede tener. Doy gracias a Dios por cada minuto de mi vida a su lado.”

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Comentarios: 3
  • #1

    Carmen (jueves, 25 abril 2013 01:06)

    Isabel: Es estupendo creer que se puede poner paz entre los que ya no están con nosotros. Bonita historia con final feliz. Haces sque parezca todo natural.

  • #2

    Jaime (domingo, 28 abril 2013 11:52)

    Me ha gustado el relato. Como dice Carmen, parece todo "tan natural"... Se agradece de verdad un relato donde se habla de sembrar paz, algo tan necesario hoy día. Isabel, escribes con soltura, imaginación, y teniendo las ideas claras. ¡Felicidades!

  • #3

    Lili (viernes, 09 agosto 2013 06:35)

    Si es una historia bella y yo con la imaginación que tengo es como ver pasar una película dentro de mi cabeza al ir leyendo ...gracias por compartir

Leyenda del Infanzón de Luna

por Isabel Puyol Sánchez del Águila


 

-Sígame contando, doña Herminia, aquella extraña historia de ese pueblo de las Cinco Villas- le pedía mientras ella me servía un té humeante y se colocaba las gafas que continuamente le resbalaban por la nariz.

 

Fue un verano de hace ya bastante tiempo, cuando todavía me podía subir a los andamios y todo eso. El Ayuntamiento de Luna me contrató para llevar a cabo una pequeña restauración. Se trataba de un capitel con imágenes de la vida de Cristo y de San Gil, de la Iglesia de San Gil de Mediavilla. Es una Iglesia Románica del siglo XII, sencilla pero imponente a la vez. Las columnas están adosadas a las paredes, por lo que me habían colocado un andamio con aspecto de ser bastante seguro. En todo momento me acompañaba Pilar T., una funcionaria del Ayuntamiento con quien hice bastante amistad. Tuvo la amabilidad de alojarme en su propia casa durante el tiempo que estuve en Luna. Ella, al ser también una experta en el tema, aunque no era restauradora, permanecía sentada a mi lado en el andamio durante los trabajos. Lo cierto es que lo pasábamos bien y el tiempo volaba junto a ella. La puerta estaba siempre cerrada, solo estábamos las dos, a veces poníamos música, pero ni siquiera la echábamos de menos todos los días. Una de esas mañanas calurosas, cuando más concentradas estábamos en el trabajo, sentí un pequeño escalofrío, una sensación de vacío repentino. No sé por qué, pero me giré lentamente. Me quedé petrificada, no estábamos solas, había alguien allí. Pronto me di cuenta de que no era una persona, era algo diferente, producía la sensación de ingravidez y parecía estar rezando. Con un terror que me petrificaba tiré del brazo de Pilar, que se volvió a mirar. Susurrándome al oído me dijo:

 

-No te muevas, no hagas nada, como si no lo vieras...

 

-¿Qué es eso?- le pregunté aterrada hablándole al oído.

 

-Espera...

 

Unos segundos después, la figura fue flotando hacia la puerta y se desvaneció. Agarrándome fuerte al andamio para no caerme le pregunté qué era aquello que acabábamos de experimentar.

 

-¿Hemos visto un fantasma?

 

-No, exactamente, es un espectro. Hay diferencia entre las dos cosas. Un espectro es como una imagen que se queda grabada en el tiempo, no se trata del espíritu de nadie.

 

-¿En qué se diferencian?- le pregunté.

 

-Es fácil. El espectro sigue su rutina y no te puede ver, aparece y desaparece independientemente de que tú estés ahí. Lo que ocurre es que te he dicho que no hicieras nada porque esa es la actitud que hay que tener ante este tipo de fenómenos. El fantasma es otra cosa. Sí es consciente de tu presencia y suele buscar algo de ti. Puede ser una presencia positiva o negativa.

 

-¿Qué espectro era este?- le pregunté.

 

-La verdad es que yo pensaba que era una leyenda, pero ya he comprobado que no. Es el Infanzón triste de Luna. Parece ser que en el siglo XIII el rey don Jaime I de Aragón, concedió a unos 342 habitantes de Luna, el estatus de Infanzonía. Fue una forma de buscar apoyos en Cortes, frente al poder de los Barones del Reino de Aragón. Los Infanzones tenían ciertos privilegios que les permitía dedicarse a sus negocios, algunos marchándose a tierras lejanas. Ese parece que fue el caso de este joven. En el siglo XIV, según cuentan, el noble buscó fortuna en Oriente, buscando casarse con la hija de un Barón. A su vuelta, la Peste Negra había aniquilado a tres cuartas partes de la población. No encontró a casi nadie con vida y, por supuesto, la joven con la que pensaba casarse también había desaparecido ya. Desde el día de su vuelta, se dedicó a venir a esta Iglesia a rezar todos los días de su vida, y parece ser que lo sigue haciendo...

 

La historia era triste, y el espectro parecía inofensivo, pero me daba pavor volver a verlo y, todavía más, estar sola mientras trabajaba. Durante los días siguientes lo volvimos a ver una vez más, y tengo que admitir que volvió a producirme escalofríos. Ataviado con su capa y capucha, mirando hacia abajo. Era difícil verle el rostro, aunque yo evitaba cualquier tipo de contacto visual, haciendo caso a Pilar.

 

Una tarde me quedé sola en la Iglesia porque Pilar tuvo que ir a hacer algunos recados. Tengo que decir que el miedo apenas me dejaba trabajar, procuraba no mirar hacia atrás. Notaba una bajada de temperatura sensible, desagradable incluso en aquellos días de calor. Yo procuraba concentrarme en mi trabajo del capitel, pero se me cayó el pincel. Al girarme, ahí estaba la figura siniestra. Haciendo caso de Pilar, decidí ignorar el fenómeno, pero notaba algo distinto, algo que me hizo levantar la cabeza. ¡Dios mío!, no puede ser...¡me está mirando!. Dejándolo todo en la Iglesia, salí corriendo sin mirar hacia atrás. Llegué a casa de Pilar, que está junto al casco medieval y le conté lo que me había ocurrido. Pilar, que estaba desconcertada, me pidió que me olvidara del tema hasta que no volviera a ocurrir.

 

Aquella noche la pasé teniendo pesadillas, sentía angustia, como si me fueran a matar. Yo nunca he tenido ese tipo de pesadillas. Soñaba con mi hijo, que murió cuando era pequeñito, en el sueño me pedía ayuda. Yo me desperté sudada y llorando. Algo me había perturbado mucho, y solo podía ser aquella presencia tétrica.

 

Estábamos a punto de concluir nuestro trabajo en San Gil de Mediavilla, cuando volvió a pasar. Esta vez nos esperaba en la puerta, como impidiéndonos en paso a Pilar y a mí. Ella estaba tan pálida y asustada como yo. Dábamos tímidos pasos hacia atrás, como si eso nos pudiera ayudar en algo. Yo contenía el grito poniéndome la mano en la boca. Esa presencia nos miraba de una forma muy penetrante, no pareciendo dispuesto a dejarnos pasar. Comenzamos a rezar con los ojos cerrados, no sé durante cuánto tiempo estuvimos así, pero al abrir los ojos había desaparecido. Echamos a correr para salir de allí lo antes posible. Comenzamos a no sentirnos seguras en ninguna parte, sabíamos que volvería a aparecer. Pilar tenía una idea.

 

-Conozco a una señora de una localidad cercana, Erla, que sabe muy bien cómo tratar estos temas. Necesitamos ayuda, es obvio que no es un espectro inofensivo, no estamos a salvo en ninguna parte.

 

Pilar se puso en contacto con aquella señora, que era bastante mayor que nosotras, pero con más energía de la que tenía yo. Ella parecía tener alguna solución.

 

-Quiere algo de vosotras. Tenéis que contactar con él. Yo estaré a vuestro lado, le preguntaréis quién es y qué es lo que quiere. Yo utilizo la escritura automática. Solo necesito un bolígrafo y un papel en blanco. Pero tenéis que estar preparadas para cualquier cosa, quiero decir, que puede ser hostil- nos dijo Ana, que así se llamaba, con una tranquilidad que asombraba.

 

Llegó el día en el que trataríamos de contactar. Yo tenía miedo, más del que podía soportar, pero sabía que tenía que hacerlo. Además, las pesadillas no paraban, iban a peor. Ana se sentó en una pequeña silla que había llevado con un brazo sobre el que escribir. Nosotras nos sentamos en el suelo, una a cada lado. Teníamos los ojos cerrados y comenzamos con una oración. Ana, con los ojos en blanco, parecía estar en trance. Justo en ese momento nos había pedido que hiciéramos las preguntas. Sólo hicimos dos, y la mano de Ana comenzó a moverse rápidamente como enloquecida, no parecía que de ahí pudiera salir ninguna frase, pero la había:

 

-¿Quién eres? 

 

Miguel N.

 

-¿Qué quieres? 

 

Encontrar a mi hijo.

 

Sólo obtuvimos esas dos respuestas que, según Pilar, eran suficientes. Bastaría con consultar en los archivos parroquiales quién fue Miguel N., y en caso de ser vecino de la zona, no resultaría difícil saber algo sobre él.

 

Más escalofriante que la experiencia paranormal en sí, fue conocer su historia. Se trataba de un vecino del pueblo, viudo y con un hijo de diez años, que fue hecho prisionero y asesinado en la Guerra Civil, en 1937. Su hijo se quedó solo con la única compañía de su perro, hasta que fue llevado a Rusia, junto con otros niños sin padres. Parece ser que murió ya a una edad más o menos avanzada.

 

Teníamos que volver a contactar, era necesario hablar con él. Ana volvió a acompañarnos con su cuaderno. Esta vez, una vez comenzada la sesión, sí apareció él, envuelto en una manta, como las otras veces. Nos miraba fijamente, con angustia. Fue Pilar quien finalmente habló:

 

-Tú hijo no está aquí, ya te puedes reunir con él. Todo está bien...

 

En ese momento la imagen de un perro blanco y alegre comenzó a rodearle, moviendo la cola, guiándole hacia algún lugar. Era obvio que era el perro de su hijo, y que lo llevaba junto a él. Ambos se desvanecieron marchándose en la misma dirección.

 

Consternadas por lo que acabábamos de ver, yo no podía entender una cosa.

 

-¿Por qué me eligió a mí?

 

-Porque tú perdiste a un hijo, y una persona que ha sufrido una pérdida está más predispuesta a entender a alguien que ha pasado por lo mismo- me contestó Pilar.

 

Antes de marcharme de Luna, pasé por la Iglesia, quería rezar, sentía una mezcla de paz y tristeza. Esta vez ya no tenía miedo. Miré hacia atrás, pero no había nadie, ni siquiera el espectro del Infanzón, que me imaginaba que seguiría con su rutina de apariciones. Me consolaba pensar que su alma descansaba en paz, que solo era su tristeza la que había quedado grabada en el tiempo. Quizás para evitar que las grandes tragedias se olviden.

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Comentarios: 3
  • #1

    Jaime (viernes, 12 abril 2013 10:55)

    Muy bonito el relato. Y muy cierta la razón por la que el espectro eligió a Doña Herminia. ¡felicidades, escritora!

  • #2

    carmen (jueves, 18 abril 2013 08:02)

    Este lugar es una mina para la inspiración. Qué de secretos esconde. Descúbrelos todos, Isabel, por favor. Que todo quede en paz. Más historias como esta.

  • #3

    Isabel Puyol (viernes, 19 abril 2013 13:08)

    Gracias a los dos. Sí seguiré contando cosillas. Me alegro de que os ha.ya gustado. Un abrazo

Balada de Luna

por Isabel Puyol Sánchez del Águila


Me sobrecoge pensar en la experiencia que vivieron mi amiga Carmen y su compañera de Universidad, Rocío, en Luna, en la comarca de Cinco Villas de Zaragoza.

 

Todo ocurrió hace unos años, durante un viaje programado para estudiar a fondo el arte Románico de la zona. Ellas eran por aquel entonces estudiantes de Historia del Arte en la Universidad Complutense de Madrid. Conocían por los libros el amplio patrimonio de la zona en lo que se refiere a Iglesias del Románico, pero Rocío quería hacer un trabajo de fin de carrera centrándose sobre todo en la Iglesia de San Gil.

 

Buscando un alojamiento que se ajustara a sus posibilidades encontraron una casa rural en Luna. El entorno era perfecto, la casa era de piedra, con escaleras que bajaban a una preciosa piscina rodeada de un paisaje verde, que invitaba al descanso. Había otras habitaciones más, que durante aquellos días no estaban ocupadas, excepto una, en la que se alojaba una pareja joven. Carmen y Rocío pronto entablaron conversación con ellos, y comenzaron casi de inmediato a llevarse bien. En la segunda noche que pasaron allí, sentadas en el salón, junto con la pareja, comenzaron a hablar del propósito de su viaje. Ellas les contaron el trabajo que habían ido a realizar a la comarca, pero ellos parecían reticentes a hablar de su estancia en Luna. Justo en el momento en el que se mostraban reacios a contar cuáles eran sus intereses, Carmen se fijó en algo:

 

-¿Cómo es que llevas una grabadora?- le preguntó.

 

-Ah, bueno, es una historia peculiar, no sé si...- contestó Lara, que así se llamaba la joven.

 

-Sí, es que nosotros estamos haciendo grabaciones, me refiero a psicofonías, en las tumbas de Valdelibros, ¿las conocéis? – les preguntó Roberto, que era su novio.

 

Fue entonces cuando ambos les contaron que en aquel lugar hay unas tumbas antropomórficas llenas de misterio. Los vecinos de la comarca solían hablar de hechos inexplicables que tenían lugar con relativa frecuencia, la suficiente como para que ellos se hubieran interesado por conocerlas y por intentar captar algo. Lara llevaba la grabadora porque la habían ido a recoger, y aquella misma noche tratarían de escuchar algo en los sonidos que probablemente habrían quedado reflejados en la grabación. Aquello llamó mucho la atención de Carmen y Rocío, y les pidieron escuchar ellas también la cinta, a lo que la pareja accedió.

 

Subieron a la habitación de ellos, y allí los cuatro procedieron a escuchar la grabación. Los primeros minutos solo se escuchaba el sonido del viento, un viento enfurecido, pero al fondo podía escucharse algo como un llanto, una respiración angustiada. Rocío se percató de que también se escuchaban unas pisadas, muy sutiles al principio. Poco a poco las pisadas y el lamento se hacían cada vez más evidentes. Producían tanta tristeza como temor. Era imposible saber si se trataba de un niño, una mujer o un hombre, solo se escuchaba su angustia. Carmen decidió que era mejor que se fueran a dormir, que el día había sido largo y la grabación no era lo más adecuado para irse a la cama, así que las dos se fueron a su habitación.

 

Después de una noche sin pegar ojo bajaron a desayunar al comedor, donde coincidieron los cuatro. El desayuno venía a servirlo la dueña de la casa, preparaba la mesa con esmero y la llenaba de exquisiteces que ella misma preparaba. Era una mujer mayor, pero llena de vitalidad y una conversación amena. Pronto se percató de nuestro interés por las tumbas del Valdelibros y les aportó una información importante. Según ella, hace bastantes años, cuando ella era aún joven, desapareció del pueblo un niño pequeño, el hijo único de uno de los vecinos de Luna. Nunca más se volvió a saber de él y, según se especulaba, un extranjero que pasaba por el pueblo se lo habría llevado y lo habría asesinado cerca de las tumbas, aunque nunca se encontró el cadáver. Eso formaba parte de la realidad, pero luego surgió la leyenda de los lamentos que junto con el viento que solía soplar en la zona, formaban una triste balada. Había quien decía que a veces se veía pasar la sombra de un hombre, otros decían que era una mujer, o incluso el niño. El caso era que pocas personas se atrevían a ir a las tumbas al anochecer, porque de lo que todos estaban seguros era de que no se trataba de nadie de este mundo.

 

Nada más irse la dueña de la casa, Lara les propuso ir esa misma noche, aunque no demasiado tarde, a hacer una ouija a ese lugar “maldito” a ver si averiguaban algo, y así lo hicieron.

 

Serían las nueve de la noche cuando se dirigieron a la zona de las tumbas antropomórficas y colocaron el tablero de ouija. Lara y Roberto eran los que dirigían la sesión, los que entendían del tema. Al principio Carmen se sintió algo indispuesta y quiso irse, pero ante la insistencia de Rocío se quedaron. Cuando Roberto empezó a hacer las preguntas de rigor, no se lo podían creer, efectivamente la tablilla se movía. Entre el susurro del viento y el movimiento de origen desconocido del master, solo tenían ganas de echar a correr, pero se quedaron. Roberto fue directamente al grano, y después de preguntar al tablero si había alguien ahí, y de responder afirmativamente, llegaron las otras y aún más inquietantes respuestas.

 

-¿Has matado a alguien?- le preguntó Roberto.

 

-SI- fue la respuesta que les aclaró a todos de quién se trataba.

 

-¿Has huido?

 

-SI

 

-¿Cómo has muerto?

 

-ME CAÍ

 

-¿Quién eres?

 

-PIERRE

 

-¿Mataste al niño?

 

-MUCHOS, MUCHOS, MUCHOS... – comenzó la tablilla a moverse compulsivamente dando todo el rato la misma contestación.

 

En aquel momento, Lara se levantó y les dijo a todos que la sesión había terminado, que tenía que comprobar una cosa, que no era lo que ellos creían.
De vuelta a la casa rural, Lara les explicó que creía que estaban equivocados con las preguntas y que estaban haciendo más daño que otra cosa, que simplemente tenía que comprobar unos datos.

 

Carmen y Rocío esperaron hasta la tarde del día siguiente, porque por la mañana tenían que seguir con su estudio de arte Románico. Serían las seis de la tarde cuando apareció Lara por la puerta con una serie de apuntes en la mano, y les pidió que les acompañasen esa misma noche a hacer otra sesión de ouija, esta vez más orientada.

 

-Nos salió mal la ouija porque estábamos convencidos de estar hablando con el asesino del niño- dijo Lara.

 

-Él dijo que había matado a muchos niños- comentó Carmen.

 

-Sí, pero tiene una explicación. Yo primero voy a repetir esta noche la sesión, y según me conteste ya sabré de quién se trata- contestó Lara de forma enigmática, creando todavía más expectación en Carmen y Rocío.

 

Aquella misma noche volvieron a las tumbas del Valdelibros y los cuatro repitieron el ritual, punto por punto. Después de unas preguntas para asegurarse de que era Pierre quien estaba allí, Lara preguntó directamente:

 

-¿De quién huyes?

 

-DE LA GUERRA

 

-¿Eres un soldado francés?

 

-YA NO

 

-¿En qué año estás?

 

-1814

 

En aquel momento todos se dieron cuenta de que se trataba de otra persona totalmente distinta a la que ellos creían, aunque Carmen y Rocío no entendían muy bien la situación. Lara y Roberto sí parecían orientados en sus preguntas. Lara continuó, esta vez con más pena contactando con Pierre.

 

-Pierre, la guerra terminó hace siglos.

 

-NO –contestó de forma contundente el tablero.

 

-Te puedes marchar, ya nadie va a hacerte daño.

 

-ME FUSILARÁN

 

-No, ya eres libre, Pierre, te tienes que marchar, este no es tu mundo.

 

Cuando Lara pronunció estas palabras, hubo un parón brusco de la tablilla, el viento dejó de soplar. Una paz invadió el ambiente contagiando a todos y, de repente, sin que nadie lo esperara, una luz blanca intensa salió de una de las tumbas y se desvaneció en la distancia. Ya era libre...

 

De vuelta a la casa, Lara les explicó que su familia era de Benasque, un pueblo aragonés también. Ella había oído a su abuelo contar en innumerables ocasiones la historia de la Guerra de la Independencia. De cómo su pueblo había sido el último residuo francés en suelo aragonés, y de cómo había sido liberado por el coronel Sebastián Fernández a comienzos de abril de 1814. Debió de ser una batalla cruenta con muchas bajas en ambos ejércitos y entre la población civil. Pierre debió de ser uno de los jóvenes soldados que desertó al ver perdida la guerra. O quizás desertó por no poder soportar las acciones violentas de su propio ejército, aunque probablemente fue por todo eso. Debió morir al romperse algún hueso al caer en una de las tumbas y no haber nadie por la zona para socorrerle. Aunque eso ya eran solo especulaciones de las que nadie podrá saber jamás la verdad. El caso es que se trata de un lugar de España cargado de misterio y de historia, y luego que cada uno saque sus propias conclusiones...

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Comentarios: 10
  • #1

    Carmen (domingo, 17 marzo 2013 15:42)

    Me ha encantado la historia. Me gustaría visitar Luna.

  • #2

    Rubén (lunes, 18 marzo 2013 14:23)

    ¿De dónde eres Carmen?

  • #3

    Carmen (martes, 19 marzo 2013 13:01)

    Soy de Madrid, Rubén. ¿Tú?

  • #4

    Rubén (martes, 19 marzo 2013 16:22)

    Nosotros somos de Erla (Zaragoza). Estamos a tan sólo 6 kilómetros de Luna.

  • #5

    Patricia (jueves, 28 marzo 2013 17:08)

    Me ha gustado mucho este relato y puede que en breve me anime a visitar la zona. Seguro que descubrimos algún otro misterio....

  • #6

    Rubén (jueves, 28 marzo 2013 17:19)

    Para eso sabes que puedes contar con nosotros Patricia, estaremos encantados de verte por aquí. Si lo deseas también puedes registrarte en nuestro foro del GAM5V: http://gamcinvi.foroactivo.com

  • #7

    Jaime (viernes, 12 abril 2013 11:28)

    Muy interesante relato, me ha encantado.

  • #8

    Isabel Puyol (viernes, 19 abril 2013 13:09)

    Gracias por vuestro interés por el relato y por la zona. Un abrazo.

  • #9

    dulcelunita (lunes, 12 agosto 2013 22:38)

    hola, como puedo escribir tambien. me encantaria

  • #10

    Rubén (miércoles, 28 agosto 2013 14:23)

    Hola dulcelunita, si quieres participar con tus relatos en nuestra web envíanoslos a la dirección de correo: gam5villas@gmail.com

    ¡¡¡Te esperamos!!!

Nuestra dirección de correo es la siguiente: GAM5Villas@gmail.com

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